Un hombre vende castañas en la Piața (plaza) Mihai Viteazul, en Cluj-Napoca |Carmen Alonso
“La pobreza me sacó de Rumanía, mi nación. Pero nada puede sacarla de mi corazón” así dice uno de los temas del Rumañol, un cantante de rap capaz de transformar en verso los sentimientos de todos esos rumanos que desde finales del siglo XX se han visto obligados a abandonar sus hogares para poder subsistir. Ionela Adina ha pasado toda su infancia y parte de su adolescencia en España, concretamente en Roquetas de Mar (Almería). Sus padres migraron cuando ella todavía no tenía edad de ir a la escuela, y no fue hasta pasados 14 años cuando decidió volver a su país de origen. “Mis padres se fueron para vivir mejor. En Rumanía no se pagaba muy bien el trabajo, tenían que trabajar mucho. Fue entonces cuando decidieron mudarse. Como yo era muy pequeña, pensaron que era buena idea que empezase a ir allí a la guardería, a la escuela... Así podríamos aprender español y ya quedarnos a vivir”, explica la joven, que actualmente se encuentra cursando sus estudios universitarios en Cluj-Napoca.
Al igual que los familiares de Ionela, miles de rumanos no tuvieron más remedio que abandonar sus hogares en busca de sueldos dignos que les permitieran llegar a fin de mes. El antropólogo social Miguel Pajares asegura que hubo dos grandes factores que promovieron la migración rumana hacia España. El primero de ellos está relacionado con el país de origen de los migrantes: “En Rumanía necesitaban salir para que alguien enviara dinero porque los salarios eran muy bajos. La situación comienza a ser preocupante a partir de 1996, cuando se produjo un cambio de políticas económicas en el país”. Ese mismo año llegó a España Maximiliano Daniel Nica, más conocido como “el Rumañol”. El joven afirma que la situación era muy complicada en su país de origen y tras la Revolución de 1989, su padre tuvo que migrar a Estados Unidos (EE.UU.) para conseguir unos ingresos mínimos con los que mantener a su familia. “Un año trabajando en EE.UU. le permitió construir una casa en nuestro país de origen. En Rumanía por mucho que trabajes o estudies no logras realizarte una vida. No puedes hacerte una casa, mantener a tu familia, darle a tus hijos todo lo que necesitan... Al final, nadie deja su país porque quiere, lo hace por necesidad”, asegura el rapero.
Las fotografías de esta página representan distintos modos de vida que se pueden observar en el país. No se trata de algo generalizado, pues en las ciudades es prácticamente imposible encontrar este tipo de situaciones. Sin embargo, en las zonas rurales es común toparse con personas que transportan paja, leche o leña con caballos. Del mismo modo, es habitual hallar puestos de comida típica rumana (carne y queso ahumado, polenta, miel...) en lugares turísticos como el lago Bâlea, ubicado en lo alto de la carretera Transfăgărășan.
De forma paralela al complicado contexto económico en el que se hallaba inmersa Rumanía, el gobierno español hizo una gran apuesta por el sector de la construcción en 1998, lo que derivó en un notable incremento de la necesidad de mano de obra. “Las familias necesitaban que alguien les enviase dinero, porque incluso trabajando dos personas en la misma casa era imposible llegar a fin de mes”, afirma Pajares. El desequilibrio entre los salarios y los precios en Rumanía era abismal. El antropólogo social viajó en 2004 a este país y pudo comprobar que el coste de los productos era muy similar a los precios de España, mientras que el salario habitual de gran parte de la población oscilaba entre los 60 y los 100 euros mensuales. “Estos ingresos no solo corresponden con el salario de trabajadores no cualificados, sino que eran los ingresos que tenían incluso maestros. A raíz de esta situación, entre 1996 y 2008, se produjo en Rumanía el gran estallido de salida migratoria”. El primer lugar al que se dirigieron fue Italia y a partir de 1999 ya empezaron a llegar a España.
A principios del siglo XXI, el número de rumanos en España comenzó a crecer como la espuma: mientras que en el año 2000 no llegaban a los 6.500, en 2003 ya eran más de 137.000. La proximidad del idioma y la presencia de familiares o conocidos en este país fueron determinantes a la hora de que los rumanos contemplasen la posibilidad de instalarse en el oeste de Europa.
Elena Covaci es otra víctima de la crisis económica rumana de finales del siglo XX. La inconcebible brecha entre salarios y precios motivó su salida del país en busca de una vida mejor. El día de su cuarenta aniversario no hubo velas ni globos para Elena. Cargada de maletas y de culpabilidad, el 2 de enero de 2001 Covaci abandonó su hogar sin saber cuándo podría volver. Pasaron 11 años -y muchas calamidades-, hasta que, por fin, puso un pie en su tierra de nuevo. “Escogí España porque uno de mis hermanos estaba allí. Somos ocho, y el pequeño tuvo que irse por necesidad. Después de matar a Ceausescu en el 89, la economía fue mal y la moneda se devaluó mucho, así que decidí irme con él a trabajar en Madrid”, expresa. Elena tiene 59 años y se ha dedicado a la moda durante prácticamente toda su vida. Cuando llegó a la península, se acomodó en casa de su hermano hasta que pudo pagar una habitación en un piso compartido con otras personas de origen rumano. A los cinco meses de instalarse en el país, vino su marido. En aquel momento no sabían que acababa de comenzar una de las etapas más complicadas de sus vidas; no tenían ni idea de todas las dificultades a las que iban a tener que hacer frente en los próximos 11 años.
La migración legal en aquellos años era casi una leyenda. Sin embargo, el mercado tenía sed de mano de obra. “Nuestras políticas de extranjería están basadas en prejuicios, en hacer difícil la inmigración legal. Esto se debe al miedo de muchos políticos de que la población crea que son demasiado débiles con la inmigración”, argumenta el antropólogo social.
La primera vez que el Rumañol llegó a España, apenas tenía siete años. “En aquella época no existían transportes directos entre Rumanía y España, por lo que teníamos que movernos con buses turísticos que pasaban por toda Europa. Cuando llegamos a Castellón, mi padre, mi hermano y yo bajamos. Todavía recuerdo lo perplejos que quedaron el conductor y la guía turística. Además, en aquel momento (1996) todavía no estaba abierto el espacio Schengen, por lo que no había libertad de movimiento y tuvimos que comprar el visado de turista”, afirma Maxi.
Elena Covaci en su taller de costura |Facebook
Hasta el año 2002, en el que se aprobó la libre circulación de personas para Rumanía, los ciudadanos de este país necesitaban un visado para moverse por el espacio Schengen, algo que suponía un claro impedimento a la hora de atravesar las diferentes fronteras. El protocolo usual que llevaban a cabo quienes necesitaban migrar de manera irregular, consistía en la compra de visados turísticos a la mafia. Una vez adquirido este documento, por el que pagaban precios desorbitados, realizaban un trayecto de varios días en autobús hasta llegar al destino deseado. “Había mucha gente que tenía familiares o amigos en el consulado de Sibiu (una ciudad de Rumanía) y como era el más cercano a Alba Iulia, me fui con estas personas, que eran de la mafia, para comprar el pasaporte. En la entrevista que me realizaron en el consulado dije que me habían regalado una excursión por mi cumpleaños, que iba a Alemania porque tenía familiares allí”, reconoce Elena. La modista tuvo que pagar 3.000 marcos alemanes -moneda en la cual se fijaban los precios de los visados-, que actualmente corresponde a unos 1.500 euros, una cantidad descomunal si tenemos en cuenta que el salario medio mensual no solía llegar a los 100 euros. Una vez en España, Elena comenzó a trabajar en lo primero que le ofrecieron: recoger aceitunas. Al cabo de unos meses, envió todo el dinero recaudado a Rumanía para que su marido pudiera comprar un visado en la misma red de mafia que ella.
Un aliciente para considerar España como país destino era el hecho de tener familiares o conocidos aquí. Normalmente, estas personas eran quienes ofrecían alojamiento a los nuevos migrantes y les ayudaban a encontrar trabajo. Sin embargo, hay quienes, como Maxi, no contaban con la gran suerte de tener este tipo de apoyo: “Los primeros días dormimos bajo naranjos en el huerto, al aire libre. Llegamos en agosto, así que era cálido. Fue bastante complicado hasta que mi padre encontró trabajo y logró reunir el dinero suficiente para pagar el alquiler de una habitación. Tras vivir unos meses compartiendo piso con otros rumanos, pudimos coger una casa para nosotros solos”.
“La principal distinción de la migración respecto a otros colectivos inmigrados era que venían de todas partes de Rumanía y se esparcían por toda España, no tenían tendencia a la concentración. Las redes sociales de los migrantes rumanos eran cortas y de pocos eslabones”, asegura Miguel Pajares.
Encontrar trabajo en España era muy sencillo. En la mayoría de casos, rumanos y rumanas han ocupado puestos en sectores como la hostelería, construcción, agricultura o trabajo doméstico. El denominador común de prácticamente todas las ofertas de trabajo era la irregularidad de los puestos ofrecidos. “Mi madre al principio no tuvo contrato. Además, creo que hubo varias ocasiones en las que también trabajó sin contrato. Es una cosa que los rumanos han hecho mucho, y aquí es donde yo condeno a España. No te parece correcto que vengan los rumanos, pero bien que te conviene que trabajen para ti sin contrato”, protesta Gabriel Munteanu.
En la región de Bucovina, un hombre camina por la carretera junto a un caballo cargado de paja |Carmen Alonso
Una señora prepara su puestecito de comida tradicional en Transfăgărășan mientras los clientes esperan |Lucía Martín
Elena Covaci trabajó durante cinco años sin contrato. Consiguió su primer empleo relacionado con la moda a los dos meses de llegar a España: “Estuve trabajando en el barrio de Salamanca para una diseñadora. Me pagaba muy poco, así que solo estuve tres meses. En verano me dio una especie de paga con la que me compré una máquina de coser. Al volver, en septiembre, le dije que me iba y le devolví todo el dinero que me había dado como paga extra porque no quería aprovecharme. A los pocos días, comencé en un taller de la calle Velázquez donde me pagaban el doble”.
Tal y como explica el antropólogo social, la mayoría de personas que trabajaban en situación irregular estaba sometida a condiciones de “clara explotación”. “Mi marido no llegó a tener contrato y mientras trabajaba en una empresa de construcción tuvo un accidente. Se cayó desde un tejado, unos cuatro o cinco metros. Estuvo 70 días en el hospital y a raíz de entonces tiene invalidez. Con el brazo izquierdo no puede ni siquiera llevarse la cuchara a la boca”, expresa la modista. Con las palabras entrecortadas y los ojos llorosos, Elena relata el martirio que tuvo que soportar durante los siete años que duró el proceso judicial. Cuando su marido tuvo el accidente laboral, su jefe le quitó el mono de trabajo y le puso su ropa de calle. Lo llevó al ambulatorio y de ahí lo trasladaron en ambulancia al Hospital Ramón y Cajal. “Todavía hoy se me ponen los pelos de punta cuando escucho la sirena de una ambulancia”, relata. En el juzgado, su jefe aseguró no conocerle de nada. Fruto de la desesperación acudió a Comisiones Obreras, donde conoció a un abogado muy entregado. “Todo el mundo daba el juicio por perdido, pero él luchó hasta el final. Ni siquiera un familiar habría luchado tanto como lo hizo él por mi marido”. Gracias a las fotos que el marido de Elena tomaba para enseñarle lo que hacía día a día, ganaron el juicio.
Las penurias que pasó esta pareja durante sus 11 años en España no terminan ahí. Mientras se desarrolló el proceso judicial, Elena quedó a cargo de su marido. Tenía que trabajar y cuidarle al mismo tiempo. Dos meses después de que su cónyuge se sometiera a la operación, murió la madre de Elena: “No pude volver a Rumanía al entierro de mi propia madre. Mi marido me necesitaba aquí, y si hubiera cogido el billete y hubiera vuelto, me habrían puesto una intervención y en cinco años no habría podido salir de Rumanía”, detalla con un nudo en la garganta.
Migración irregular, precariedad laboral y estereotipos. Estos han sido los grandes impedimentos a los que los rumanos han tenido que enfrentarse con la única intención de aspirar a tener un futuro mejor.
Elena Covaci
Llegó a Madrid en 2001 y permaneció durante 11 años. Actualmente se encuentra en Alba Iulia, una ciudad de Rumanía.
Maxi Daniel Nica
Su primer contacto con España fue a los siete años. Ahora tiene 30 y continúa viviendo en Castelló, el lugar al que llegó en 1996 con su padre.
Ionela Adina
Permaneció durante 14 años en Roquetas de Mar (Almería).
A día de hoy, se encuentra cursando sus estudios en Cluj- Napoca (Rumanía).
Gabriel Munteanu
Hijo de emigrantes. Tan solo estuvo seis meses en España.
Sus padres permanecen en Madrid, mientras que él
estudia en Cluj.
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